PUBLICIDAD

13 ago 2014

A los que se van sin avisar (Un tributo)


POR SANDRA VELÁZQUEZ

Sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad no es una ilusión —como a veces lo es el de inferioridad— sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos. (Octavio Paz, El laberinto de la soledad).

Cuando un ser querido muere, el mundo de quienes le lloramos indudablemente pierde color, el duelo parece ser eterno. Pero cuando ese mismo ser querido se va porque decide terminar con su propia vida, entonces el corazón sufre más por la inútil angustia de creer en que tal vez hubiésemos sido capaces de hacer algo por evitarlo.

Hay ocasiones en que las palabras simplemente no son capaces de hacerle justicia a los sentimientos. Hablo en primera persona, desde luego.

La trágica muerte de Robin Williams es un recordatorio inmediato del fallecimiento de Natalia Novoa, una talentosa cantante de menos de 30 años, que en el 2006 tomó de manera contundente la misma decisión que el venerado comediante y actor estadounidense. Los dos eligieron ponerle fin a sus vidas, cortando de tajo una agonía que solamente ellos sabían cuánto les pesaba.

La individualidad -esa rareza- que de vez en cuando se manifiesta en los seres humanos, tan genuina como parece, a veces es más peligrosa de lo que imaginamos; sobre todo cuando se traduce en ese tipo de existencia que aísla y transporta, a pesar de estar uno a veces entre una multitud, como cuando la realidad se ve desde una óptica que difícilmente concuerda con el sentir de las masas, y cuando lo excéntrico significa mucho más que ser o hacer el ridículo.

Las circunstancias de un suicidio son lo de menos porque por más diferente que sean duelen igual. Es la permanente sensación de desasosiego e incertidumbre la que no varía para quienes nos quedamos a sufrir la partida de un ser querido que se suicida. La palabra es fuerte, para muchos vergonzosa, pero sobre todo dolorosa. 

La depresión es cosa seria. Desde que Natalia nos sorprendió a un grupo de amigos con su muerte en julio del 2006, no dejo de pensar ni de compartir con la gente más cercana a mi interno la idea de que ir al psicólogo cada cuando (una vez al año, por lo menos) debería ser rutinario. Debería formar parte de la medicina preventiva para mujeres y hombres, sin distinción. Así como nos toca ir a hacernos una limpieza dental para evitar las caries o cuando a cierta edad hay que hacerse el papanicolau, o revisarse los niveles de colesterol y la presión sanguínea, lo mismo deberíamos hacer con el estado de nuestra mente; revisar si el cerebro sigue irrigando sustancias a nivel promedio en caso de que detectemos cambios de ánimo bruscos. Lo que muchos llaman tratar de mantener la salud emocional.

En marzo tuve la oportunidad de conversar con la Dra. Isabel Gómez Bassols por una visita que hizo a Dallas para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. En ella vi al amigo o amiga y confidente que todos en un momento dado buscamos para tratar de resolver -o por lo menos enfrentar- esas crisis existenciales de la adultez que de cuando en cuando sufrimos. Insisto, (sin pretender ser una autoridad en el tema) y creo firmemente que a un psicólogo no lo deberíamos ir a ver cuando el ánimo está ya en plena agonía, con el mundo encima por alguna pérdida o porque nos parece que nuestra existencia ya no tiene remedio; pero es que tenemos a veces tanta vergüenza para hablar de lo que sentimos en nuestro interior, de nuestras debilidades y dudas, que corremos el peligro de pasar por alto síntomas tan serios como la depresión u otros tipos de trastornos o enfermedades. 

No hay remedio para la tristeza de quienes nos quedamos cuando alguien se va de la manera en que Robin y Natalia lo hicieron, pero hay consuelo y esperanza para seguir adelante. 

Nunca los olvidaremos. A los que se van sin avisar.